En aquellas tardes,
mediado octubre, la puesta de sol ya venía acompañada por la algazara de negros
cormoranes, blancas garcetas y las grullas, que sobrevuelan la ciudad, rumbo a
lugares más cálidos, como el campo de Extremadura. Y rumbo a algún rincón
acogedor también migraba, Roberto García Suñén, cuando se ocultaba el sol a
orillas del río y predecía noviembre el primer frío que eriza la piel del
caminante desocupado. Normalmente comenzaba con un café, escueto, tímido. La
copa seguía al oro negro y era realmente el trago que reconfortaba su espíritu.
Roberto se había acostumbrado a salir solo y a beber mucho, mucho más de lo que
aconsejaría cualquier médico. Era un hombre cuya historia personal había
convertido en lánguido, despreocupado; un estudioso de la Historia, ávido
lector y aficionado a la escritura que había dejado de lado el mundo de las
letras por, digamos, placeres más mundanos y menos azarosos. Tan solo, de vez
en cuando, en sus apáticos paseos recuperaba ese interés por la historia de su
ciudad y por todo lo antiguo y solía perderse por el casco viejo recobrando mil
y una anécdotas que recordaba de su anterior época como universitario.
Entonces, había que imaginar la ciudad como se vería a través de un lienzo
antiguo. Envejecida, tenue, como iluminada por lámparas de gas. Fachadas
oscuras de caserones sucios, adoquines irregulares por las calles, hogueras en
las esquinas que calentaran y protegieran del cierzo helador. Así es como veía
él la ciudad.
Pero Roberto, con los
años de, llamémoslo “inactividad”, había adquirido alguna que otra mala
costumbre que preocupaba a su anciana madre, más de lo debido. Y es que el
último destino de sus rondas nocturnas siempre era el burdel. De hecho, había
fraguado una bonita amistad financiada y sexual con Conchita, una dama de vida
alegre que trabajaba en la Calle Refugio, en una casa llamada El fruto del manzano. Conchita era una
belleza autóctona, un tanto insólita, roya y de ojos claros. Tan considerable era
su amistad con Roberto que este la invitó varias veces a casa de su madre, para
cenar, después de haber pasado un buen rato entre las sucias sábanas de aquel
cuchitril que no podía llamarse siquiera Club. Para su madre, católica de misa
los domingos, confesión y comunión, esto era demasiado. De modo que la buena
señora se había entrevistado con el párroco de su diócesis, el padre Enrique,
para ver cómo podían ayudar a su chaval de cuarenta años y enseñarle el buen
camino de la existencia sin saber que, si realmente Roberto había llegado hasta
este punto, era por haber descubierto precisamente lo que era la vida.
Padre Enrique, de
Medellín, era un alma despreocupada. Así que comenzó a provocar lo que pretendían
ser unos encuentros fortuitos. Una charradica aquí, un vinito allá, un paseo
hacia la iglesia, “ya que llevamos el mismo camino” El caso es que la
insistencia del cura provocó que Roberto cambiara sus rutas habituales y casi
de manera involuntaria, evitó que volviera a pisar el burdel, al menos, durante
unos días en los que recuperó su hábito anterior de pasear los museos, los
barrios antiguos y los Cafés históricos de la ciudad, retazos de lo que fue su
vida como estudiante.
En una de esas tardes
tan alargadas que ya la noche enfrentaba la madrugada, al entrar en la plaza de
las catedrales Roberto, entre la niebla, sintió una presencia no identificable.
Era algo impalpable. Se dejaba advertir pero tampoco se podía afirmar que fuera
real. Lo que quiero decir es que podía sentir perfectamente que le estaban
observando, sin ver nada, más allá de la niebla. Del mismo modo que Tourneur
rodara el primer ataque de la mujer pantera en Cat people, entre las sombras de las callejas antiguas, Roberto era
incapaz de discernir unos ojos vigilantes posados sobre su espalda. Sin
embargo, estaban ahí. Aligeró sus pasos. Aquellas calles que tanto había
estudiado, le refugiarían de cualquier ataque del mismo modo que, allá por 1809,
resguardaron a los zaragozanos en los ataques de las tropas napoleónicas.
Enfrentaba la calle de la Pabostría, otrora llamada Pabostre, e inmortalizada
por Pérez Galdós en su episodio nacional titulado Zaragoza. Aquí, en los
famosos Sitios, la ciudad se defendió con tal rebeldía y resistencia que las
tropas francesas avanzaban por números de portales, ni tan siquiera por calles.
Roberto reparaba en todas estas porciones de la Historia que tanto había
estudiado para calmar su desasosiego. Bajo las farolas de la estrecha calle y
junto a la tapia que delimita el jardín de la Catedral, Roberto descansó unos
segundos apoyado en una de las fachadas de las antiguas casas donde todavía se
pueden apreciar los sillares de la muralla romana, reutilizados aquí para
levantar nuevos palacetes. “Pabostría” repitió para sus adentros, leyendo la
placa que nombraba la calle. Lo hizo como rebuscando en su mente una puerta que
se había cerrado y que ahora parecía querer abrirse. Pabostría, praepositus. Era un cargo eclesiástico
que administraba los bienes, las rentas y se encargaba de la distribución de
las raciones para el clero. También, antiguamente, estaba situado en esa parte
de la ciudad el horno que llevaba el mismo nombre, donde se preparaba el pan de
la iglesia y las hostias que se repartirían durante los oficios religiosos. Pero
no era este punto el destino al que su cerebro quería llegar. Había más. Había
una leyenda, una historia que pertenecía al Aragón fantástico, brujo,
espiritual. Un mito sobre el alma en pena de un clérigo que vagaba las noches
de niebla, atrapando las almas sucias, pecaminosas y arrastrándolas hasta las
orillas del Ebro, el río que se encargaba de hacer el resto, hundiéndolas en el
fondo de sus profundas aguas oscuras. Pero ahí se detenía su mente. No iba más
allá. Y a decir verdad, no era mucho. Además Roberto confiaba en la Historia y
nunca se había dejado llevar por cuentos de brujas y aquelarres. Pensando esto,
fue el instante en que, de repente y entre el vapor de la noche, advirtió la
presencia corpórea de una túnica negra, apenas una silueta, detenida al final
de la calle, cercana al ojival Arco del Deán. Tímidamente fue hacia ella,
impulsado por el deseo de descubrir quién se ocultaba bajo esa capa. Y en el momento que podía tocarla, alargando
un poco el brazo, la sombra atrapó su muñeca, con un rápido movimiento de la mano
izquierda y fuertemente, inmovilizó a Roberto. Un farol suspendido en el muro
completó la escena. Iluminó completamente la silueta y el rostro del padre
Enrique. Roberto no entendía nada. Preguntó entre gritos qué era aquello, por
qué ese hombre había seguido sus pasos, de madrugada, hasta aquella calleja y
cuál era el propósito de su ataque. Sin mediar palabra, el clérigo sacó con la
mano derecha un crucifijo de plata que enfrentó al rostro de Roberto, como si
este fuera un vampiro o el mismísimo Satanás.
¡Por la salud de tu madre te ordeno, que no vuelvas a visitar esas casas que
ofrecen la carne del pecado a cualquier precio, que no regreses nunca a un
burdel! - exclamó el cura-. Y cuando el padre Enrique esperaba la
claudicación y el miedo reflejados en los ojos del chico, fueron sus propias
pupilas las que reflejaron un pavor gélido, desconocido hasta entonces por el
párroco, cuando Roberto sacó de su bolsillo una fotografía de su amiga Conchita
encamada con el cura, una sórdida noche de diciembre, después de la misa del
gallo.
La sombra negra
desapareció. Roberto comprobó de esta manera el origen de ciertas fábulas
fantásticas como la de Pabostría. Sacudiéndose el frío de la noche, sacó el
teléfono de su bolsillo y marcó un número. Conchita,
¿qué tal estás?
- Fotografía 1 de la Calle Pabostría, escogida de Ojo digital
- Fotografía 2 de la Calle Pabostría, donde podemos observar la puerta que fuera la principal de la Seo, allá por el siglo XVI, escogida del blog A la sombra de la sabina
- Fotografía 3, Calle Pabostría y trasera de La Seo, obra de Miguel Sanz
- Fotografía 4, en propiedad.
- Fotografía 5, La Seo, escogida de Saucépolis, autor: Fernando Lafuente Ferrer.
Música: Nino Rota, Amarcord (1973)
Nota: Este relato está vagamente inspirado en un corto titulado La Pabostría, realizado el año en que nací, 1981, por Jesús Ferrer, Juan José Lombarte y Carlos Pomarón. Dejo a continuación el corto:
Música: Nino Rota, Amarcord (1973)
Nota: Este relato está vagamente inspirado en un corto titulado La Pabostría, realizado el año en que nací, 1981, por Jesús Ferrer, Juan José Lombarte y Carlos Pomarón. Dejo a continuación el corto:
mmm...un relato curioso, pero no me termina de convencer. Está narrado como si ocurriera hace muchos años (o eso me parece)...aunque el final con lo del móvil. Y lo de la foto del cura parece de chiste (y en la foto viene hasta el mes en que se encamó ;-) )... no sé... transforma el relato en una anécdota... Pero eh! que igual a otros les encanta.
ResponderEliminarLas fotos son bonitas.
El tema de Rota es maravilloso, claro. El corto no es que me llame mucho.
Buenos días.
En primer lugar, gracias por "tragarte" todo el relato, David. Lo que ocurre es que, aunque no es la historia del corto, sí lo escribí después de verlo. Y en el corto parecen de otra época, aunque no lo especifican. Mi pretensión es hacerlo atemporal. En la fotografía del cura, la fecha no está escrita, claro. Es solo una explicación de Roberto, que teniendo tan buena relación con Conchita sabía cuándo se encamó por última vez con el párroco. Las fotos son preciosas, sí. Y el tema de Rota lo he elegido por darle un toque italiano al tema ya que Zaragoza, en tiempos, era conocida como la Florencia española. El corto es del 81 y me pareció curioso, aunque no es que me entusiasmara. Abrazos David y gracias por comentar.
EliminarHombre, que no me "tragado" nada.. jaja... El relato se lee bien, lo que pasa es que esperaba otra cosa al final...qué sé yo.. Pero bueno, que otras veces te he leído otros relatos que me han gustado más (e incluso poemas, que ya sabes que no es que me vayan mucho ;-) )
ResponderEliminarLo de la Florencia española no lo sabía. Pero Rota queda bien por cualquier motivo. No hay de qué por lo de comentar.
Otro abrazo.
bueno, me he tragado la "he" en el anterior comentario en que no me he "tragado" (es por las prisas al escribir)...
ResponderEliminarFíjate que no me había fijado en el "he" que faltaba. Es por las prisas al leer jeje. Lo de tragar es simbólico, claro...líbreme el altísimo de querer que usted se trague algo...jeje Abrazos.
EliminarComo ya te comentaba en el post anterior Marco,desde que leí algunos de los Episodios Nacionales de Galdós incluido el referente a Zaragoza cada vez que callejeo por la parte antigua me vienen imágenes de lo duros que debieron ser los combates con los franceses y lo que sufrió el pueblo zaragozano.
ResponderEliminarEn cuanto al relato me ha hecho reir pues conozco a una zaragozana ya entrada en años de nombre Conchita y recepcionista de una residencia en la estuve cuatro meses viviendo y la recuerdo siempre en la puerta fumando, ya sabes la canción:"Fumando espero..."
La Conchita de la que yo hablo también le pega la música de Nino Rota pensándolo bien incluso tiene un aire a Puppela Maggio.
Saludos
La de Galdós es la mejor descripción literaria que se ha escrito sobre Zaragoza, Yuri. El pueblo sufrió, sí, pero fue un pasaje de la historia zaragozana por la que nos ganamos a pulso el apodo de "cabezones" o "almendrones". MMe alegroq ue, al menos, te haya hecho reir. Por esa Conchita, entonces. Salud!
EliminarSe lee muy bien, Marcos y es curioso, aunque lo del cura "predecible"jaja
ResponderEliminarTambien esperaba algo más..siniestro.
Las fotos muy bonitas. De la música ¿qué decir? ..¡maravillosa!:-)
Besos
Sí, supongo que la sombra negra equivale a la vestimenta de los sacerdotes. Gracias por pasar, Abril. Besos
EliminarYa sabes, Marcos, que me encantan tus relatos. Ha sido todo un placer dejarme llevar por este fantasmagórico paseo por el casco viejo que me ha recordado al mundo urbano y sobrenatural de Emilio Carrere aunque ambientado en Zaragoza. Muy buenas las fotos.
ResponderEliminarAbrazos. Borgo.
Muchas gracias, Miquel, me alegra mucho que te haya gustado y que hayas disfrutado de una paseo por Zaragoza. A ver cuándo hacemos ese paseo real, amigo. Fuerte abrazo.
EliminarTiene un toque misterioso estupendo. La ciudad, su pasado y lo que esconde. Yo no soy de ver u oír al tal Iker Jiménez, si eso haciendo alguna vez zapping y deteniéndome un poco en algún asunto oscuro, pero creo que el relato podía encajar en alguno de sus programas hablando del pasado de Zaragoza y algunas de sus leyendas ;-D A ese toque misterioso se le añade al final un humor (me ha hecho mucha gracia el clérigo con el crucifijo) que te deja medio descolocado. Muy bueno, Marcos, enhorabuena. Creí que sólo le pegabas (y muy bien) a la poesía. Hasta otra.
ResponderEliminarGracias Mr. Simpson. Mi novia es asidua a Iker Jiménez, tanto televisiva como radiofónicamente, aunque prefiere este segundo formato. Yo lo he seguido en alguna que otra ocasión, sobretodo, en al radio. Pero no he pensado en él para escribir el relato. Simplemente, vi el corteo que he publicado aquí y escribí esto. Por eso con el final he intentado rebajar el tono que había seguido todo el relato y hacerlo algo cómico. Gracias por la lectura, Javier. Un abrazo.
Eliminar¡pues vaya con el curita! consejos vendo y para mi no tengo.. aunque ya volverá al ataque, lo que tarde en recuperarse del susto.
ResponderEliminarel paseo por Zaragoza genial, y las fotos preciosas.
besos,
Creo que la actitud del curita es lo más realista del relato... Me alegro que te haya gustado pasear por Zaragoza maslama. Besos y gracias por pasar, leer y comentar.
EliminarPues a mi me ha gustado. Me ha resultado muy entretenido y si algo no me aburre... bien. Puede que no sea el mejor relato del mundo (yo no entiendo) pero me lo he leído entero y un final divertido aunque no sea espectacular.
ResponderEliminarLas fotos preciosas.
Saludos
Pues sí, ya es bastante que te haya sido entretenido, Nury, muchas gracias. Lo de entender o no entender de relatos creo que es lo mismo que entender o no entender de cine. O te gusta o no te gusta. Gracias por la lectura y tus palabras. Saludos.
EliminarUna entrada muy completa, como siempre. Un relato misterioso y divertido, muy bien acompañado por una fotografías envolventes y rematado con un vídeo inspirador. Así da gusto, Marcos.
ResponderEliminarMe alegro que consideres así esta historieta, Roberto. Me hizo mucha gracia el corto. Abrazos, amigo.
EliminarOye, pues de lo más interesante la historia, si señor. Me ha gustado. Conforme la leía me venía a la mente una leyenda que se cuenta por aquí: http://www.padulcofrade.com/monograficos/leyendas_y_tradiciones/cruz_del_diablo.html
ResponderEliminarUn saludo, Marcos, y si ves Gravity en 3D cuéntame si merece la pena o no, ok?
Curiosa leyenda la que nos has dejado en este enlace, Charly. Gracias pro pasar, leer y comentar. Ya te comentaré la experiencia "Gravity" en 3D Abrazos
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