Ciertamente había un grupo de
amigos. Amigos de toda la vida. A pesar de ello, no los conocía. Aunque eso no
importa realmente. Yo estaba allí, con ellos y con ella. Pero lo verdaderamente
importante es que había una lluvia de fuego, había explosiones, había humo. Y
corríamos. La ciudad era desconocida. Y además era una ruina. De cada pared
derrumbada, de cada tejado hundido, ascendía una humareda negra hacia el cielo
rojo. Todos huíamos. Intentábamos librarnos, despavoridos, de una horda que
avanzaba más lentamente que nosotros pero con mayor decisión. A lo lejos, al
final de lo que había sido una calle, divisamos aquella casa, rota,
desvencijada. Ascendimos por los pocos escalones que aún se mantenían en pie y
que conducían a la gran puerta de entrada. Esta únicamente permanecía unida al
marco por uno de sus goznes. Tras nuestro paso, intentamos cerrarla, en vano.
Una vez en el interior, la desolación que era aquella ciudad se extendía
también por el pasillo de la casa. Por los cristales rotos de cada habitación
se filtraba el aire viciado que acarreaba hedor a muerte y a corrupción. Cortinas rasgadas, cenizas por el
suelo, pedazos de vajilla y ropas revueltas a nuestro paso. Atravesamos rápidamente
el corredor. Como una salvación llegamos a la última de las habitaciones y esta
vez sí, logramos atrancar una puerta negra, intacta. Allí, en la oscuridad,
podíamos ver sin ojos los últimos coletazos de la masacre. Escuchábamos con
claridad, los rugidos, los lamentos, los vaguidos. En la parte trasera de la
casa, un último alarido humano. A nuestro lado, allí donde debía existir en tiempos
un próspero jardín, el mordisco de varias bestias sobre un cuerpo desmembrado.
Y en la puerta que nos separaba de aquella triste realidad, los arañazos de una
garras que ansiaban nuestra muerte.
Precisamente aquel era el mayor
desconsuelo. Que no existía la muerte. Solo la no vida. Que no había descanso
después del fatal mordisco. Pero, poco a poco, el ataque fue remitiendo. Cuando
afuera no existía ya ningún sonido y todo parecía haberse detenido, nuestros oídos
registraban nuestro propio llanto. El llanto común de unos individuos
desesperados que se creían sentenciados a un final fatal, a ese no final que
acaba con todo rastro de lucidez. Desde una habitación remota la radio escupía Baby won’t you please come home y Bessie Smith sonaba irónica en un eco
ahogado. El más valiente del grupo, del que no recuerdo el nombre, abrió la
puerta. Volvía a extenderse ante nuestros ojos el corredor, como un páramo de
terror e incertidumbre. Pero esta vez reinaba el orden caótico que queda
después de una batalla. Avanzamos con cuidado. Lentamente. La primera
habitación mostraba la puerta entreabierta. Accedimos a ella. Era o mejor
dicho, había sido, el cuarto de baño. Bajo un espejo roto y sobre el lavabo tumbado
contra la pared, yacía el cuerpo de una mujer con la ropa rasgada y
ensangrentada. Solo pude fijar la vista
en una pequeña vidriera, desprovista ya de cristales, por la que irrumpía en el
interior aquel viento envilecido. Al asomarnos pudimos contemplar los restos de
una ciudad consumida, un suelo cubierto de cuerpos inertes. Algo desconocido había detenido la masacre, aquella
horda sin cerebro. Aproveché la circunstancia para huir de esa casa con mi
compañera. Enfrentarse al exterior era
un grave peligro pero prefería dejar cuanto antes esa ciudad maldita. Quizá el
mundo no estaba infectado y existían aquellos lugares bañados por el sol,
habitados por gentes que todavía no pensaban masacrar al propio ser humano. Me
despedí del grupo. Bajamos las escaleras cogidos de la mano y comenzamos a caminar
apresuradamente.
Ella llevaba tiempo sin mediar
palabra. Demasiado silenciosa. Su mano comenzó a perder fuerza sobre la mía.
Era una mano blanda, lánguida, fría. En mitad de una calle flanqueada por
esqueletos de edificios, nos detuvimos. La llamé por su nombre pero no
reaccionó. Me situé frente a sus ojos y una descarga helada atravesó mi espina
dorsal. Sus pupilas no se distinguían de iris ni esclerótica. Todo era una masa
informe de sangre. Inmediatamente, apliqué el remedio que había leído en algunos
libros y sosteniéndola entre mis brazos, la besé, profundamente. Fue un beso
largo. Y en su boca, el sabor fue humanizándose. Al separarme de ella, sus ojos volvieron a ser
aquellos grandes ojos verdes, brillantes, vivos. Respiró aliviada. He llegado a tiempo –dije- Estabas infectada. Debe ser el aire viciado
de esta ciudad. Por favor, vámonos de aquí –propuso ella- Y cogidos de la
mano …. desperté
Aunque todo había sido un sueño,
la realidad con la que había vivido esta historia apocalíptica me sobrecogió.
Di la vuelta en la cama con la esperanza de encontrar su cuerpo pero ella no estaba.
Sobresaltado corrí al baño, al salón, a
la cocina. Ni rastro. Llamé al teléfono pero estaba apagado. A punto de
enloquecer, la desesperación empezaba a hacer mella en mí cuando encontré una
nota en la nevera donde pude leer: "Cariño he ido al médico. Me he despertado algo extraña"
Este ha sido mi último sueño desconcertante. Espero que les haya entretenido.