Se afanan los libros de Historia en recordar el Centenario de los Sitios de Zaragoza en lugar de señalar 1908 como la irrupción del cine en Zaragoza, año en que los tranvías eran tirados por mulas y la gente pudiente alquilaba casazas detrás de los cuarteles para veranear en las playas de Torrero. Pero quién necesita de aquellos manuales de Historia existiendo Mi último suspiro en el que Luis Buñuel relata su particular descubrimiento de la magia, del cine, en el local Farrucini, donde la gente se sentaba en los bancos de una barraca cubierta por una lona y esperaba para descubrir el nuevo invento del siglo XX. Picaresca, invención, relato fantástico o realidad, Buñuel no es exacto en sus memorias o, mejor dicho, es deliberadamente inexacto. En 1905 ya había llegado a la capital aragonesa el cinematógrafo y existían lugares para su exhibición, por ejemplo, en la calle Estébanes, 31, donde se situaba el Palacio de la Ilusión, lugar en que realmente el director aragonés vería su primera película, El tocino parlanchín.
En el número 10, diciembre de 1999, de la extinguida revista
Pasarela, dirigida por el pintor
Eduardo Laborda y editada por el escritor
Manuel Martínez Forega,
Isabel Comps relata de manera minuciosa este primer contacto de
Luis Buñuel con el cine. Fue, efectivamente, en casa de unos familiares donde, a través de la ventana de la cocina y de sus rejas, el pequeño
Luis, junto a su vecina, la niña
Carmen Sampietro, quedó fascinado por las imagenes en movimiento del
Palacio de la Ilusión de la calle Estébanes. Por aquel entonces, la familia
Buñuel vivía en la calle del Coso número 5, uno de los primeros edificios de Zaragoza que contaban con ascensor. Allí también vivía la pequeña
Carmen Sampietro. En aquella sociedad las diferencias entre ricos y pobres eran enormes. Según recuerda
Carmen para la mencionada revista
Pasarela, los ricos iban de paseo en coches de caballos, paseaban en góndola por el Canal Imperial y las señoritas tomaban clases de piano. Ella misma tocaba muy bien el piano por aquel entonces y a los catorce años, ya tenía la carrera de Madrid. Siempre que el cineasta de Calanda visitaba a Carmen traía unas partituras. Entre las que le regaló figuraban
Parsifal y por supuesto,
Carmen. Como recuerda para este reportaje
Carmen Sampietro, la buena amistad con
Luis Buñuel, a quien recuerda como un hombre bueno, duró toda la vida.
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"Aún muy jovencita fuiste tú la primera persona que me produjo las primeras emociones musicales. Recuerdo que tenías las partituras a piano de distintas óperas: Carmen, Fausto, etc. ¡Adiós a aquellos años! Pero no aún a esta vida. Tu fiel Luis" (Fotografía cortesía de Eduardo Laborda) |
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Es lógico que aquel pequeño
Luis Buñuel, sacudido por la primera magia del cine, también por ser testigo de la llegada del primer avión a Zaragoza (en 1909), por su primer contacto con la música y por esa rápida transición, según sus propias palabras, de la Edad Media a la Contemporánea, en la ciudad de Zaragoza, supiera posteriormente plasmar todas aquellas experiencias en sus películas. No obstante, su padre no veía con buenos ojos el negocio del cine (un asunto de saltimbanquis, decía) pero su hijo se convertiría en uno de los mayores creadores de aquella nueva forma de expresión artística que llegaba, con el resto de los avances tecnológicos, a Zaragoza.
En plena semana santa, viendo desfilar como todos los años (haya crisis o abundancia) a los cofrades de siempre y escuchando aquellos tambores que solo transmiten ruido donde debiera haber dolor y sufrimiento, pero no por un dios muerto sino por los hombres y mujeres que mal viven en la casa de al lado, uno no puede dejar de pensar qué haría de este mundo si
Luis Buñuel regresara de su tumba para ser testigo, comprara los periódicos y realizara una película para contar, a su manera, el avance descontrolado de estos tiempos inútiles. Pero el pensamiento se me queda demasiado cercano a la utopía. Hoy ya no hay niñas saltando a la comba que arrojen al fuego las coronas de espinas que dejan de portar algunas monjas valientes. Ya no hay últimas cenas que acaben con los comensales, como pinturas negras de Goya, sucumbiendo a los placeres carnales y las debilidades del ser humano, ya no hay hombres "de bien" que se cuelguen de un árbol por sus pecados, ni vestidos de novia de muertas para que los vistan muertas en vida, ni cenizas en la cama. O, mejor dicho, sí que existen pero nadie muestra estas maldades. Nadie se atreve a enseñar la verdad como se atrevió
Luis Buñuel con sus películas. En 1961 rueda
Viridiana, una buena película para ver en semana santa. Los primeros minutos de la cinta, son impagables. La manera en que el director aragonés consigue perturbar al espectador en esa primera parte no se ha vuelto a dar en ningún otro realizador. Pero la película, durante todo el metraje, tiene momentos inolvidables, imagenes que se quedan en la memoria y que nos cuentan de una manera muy particular y única las maldades del ser humano. Así mismo, la llegada de
Jorge (
Francisco Rabal), un hombre "que no necesita ninguna bendición para vivir con una mujer", coincide con la conversión de Viridiana (
Silvia Pinal) en falsa hermana de la caridad y con su evolución, desembocando finalmente en esa derrota que la libera, dejando de ser esclava de la iglesia para ser, quizá, esclava del deseo o de la carne. La frase final de Jorge "La primera vez que te vi ya supe que acabarías jugando al tute conmigo" es mucho más reveladora de lo que parece. La cámara se aleja y los tres (
Jorge, Viridiana y Ramona) quedan en la habitación jugando a... ¿las cartas? En definitiva, corren tiempos favorables para volver a ver las películas de Luis Buñuel. Nunca envejecen y su cine sigue siendo ese quejido de tambores que se deja escuchar hoy igual que ayer, esa protesta que nunca cesa.
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Silvia Pinal como Viridiana |
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Nadie puede ver "Viridiana" sin recordar las pinturas negras de Goya |
*He tenido acceso a la revista
Pasarela, en primer lugar, gracias a mi amigo
Jesús Laboreo, que regenta el bar
Ragtime en la calle García Galdeano de Zaragoza. Posteriormente he podido acceder a más números de esta revista, gracias a mis amigos
Eduardo Laborda e
Iris Lázaro. Eduardo me mostró la fotografía original que aquí aparece escaneada y que
Luis Buñuel dedica a su vecina
Carmen Sampietro, así como un jarrón que aparece en la película
Tristana y que mi amigo guarda como lo que es, un tesoro. Y es imposible hablar de la figura de
Luis Buñuel sin recordar las conversaciones con uno de los mayores buñuelistas del momento, mi amigo
Alfredo Moreno, con quien siempre acabamos hablando de cine pero, sobretodo, de Hitchcock y Buñuel, esos dos artistas no tan diferentes.
Gracias a todos ellos, ha sido posible escribir este pequeño texto.
Acabaré con algo que le hubiera gustado al cineasta aragonés: Semana santa en Pabostría