Fotografía de Fernando Espáriz |
Se podía respirar asombrosamente de manera aceptable
en aquel mediodía reluciente de sábado abrileño, merced a la lluvia programada
que había caído durante toda la noche, hecho que convertía mi camino al trabajo en algo mucho más llevadero. Como todos los días, mis
pasos me llevaron a cruzar una de las más antiguas plazas que se conservan en
la ciudad y que, milagrosamente, sobrevivió a los destrozos de la guerra mundial
que tuvo lugar a finales del siglo XXI, tras la gran crisis económica. Esta
plaza, de estilo francés, conserva sus jardines, recuperados después de
las lluvias radiactivas, tal y cómo existían ya a finales de 1800. También son
las mismas farolas las que decoran sus rincones, con sus mismos árboles,
rodeando la misma fuente, con la misma estatua que, hace cuatrocientos años, ya
presidía el entorno. Pero algo insólito y desacostumbrado en esta sociedad
inmóvil y carente de emociones, ocurrió aquella mañana que obligó a detener mis
pasos. Cuando llegué a uno de los bancos que convierten esta plaza en un lugar del pasado, encontré un libro antiguo, editado con tapas duras y con hojas
de papel. Ante mi asombro, no pude resistirme a tener entre mis manos esa
pieza de museo como reliquia de un tiempo pasado. Y es que, actualmente, sólo
existen cinco museos en el mundo que guarden este tipo de libros, que
desaparecieron totalmente hace más de un siglo y que fueron definitivamente
sustituidos por el soporte electrónico. Mientras sopesaba en mis manos El cuerpo del delito editado en el año
1991, me pregunté cómo podían en aquella época guardar todos aquellos libros en
sus casas, cómo podían existir las llamadas bibliotecas y todo esto sin suponer
un inconveniente logístico. Actualmente, toda la literatura del mundo ocupa lo
mismo que la palma de mi mano y antes era necesario construir edificios para
guardarla. A pesar de todo, aquello que había encontrado era una suerte de
hallazgo arqueológico sin necesidad de excavar y a mi alrededor, no había nadie
que hubiera podido ser su dueño. Sin más reparo, lo guardé en el amplio
bolsillo de mi abrigo y seguí mi marcha hacia el lugar donde trabajo.
Lo curioso de este suceso es que se repitió todos
los días, durante dos semanas, a la misma hora. Así que decidí resolver el
misterio y llegar al lugar unas horas más temprano para averiguar quién era el
dueño o el benefactor de los libros que yo recibía cada día y que, por
casualidad, estaban confeccionando una biblioteca en mi propia casa; una
librería al estilo antiguo, yo, que nunca había comprendido esa costumbre de
nuestros antepasados. De manera que, al día siguiente, aguardé desde las diez
de la mañana en aquella plaza que yo ya había rebautizado como La plaza de los libros aparecidos.
Estuve esperando una hora, dos y nadie pasó por allí. En estos tiempos, caminar
por la ciudad es un privilegio que ya pocos practican. La gente prefiere
utilizar los transportes públicos que rodean el núcleo urbano para todos sus desplazamientos
y llegar a su destino en pocos minutos. Así que nadie me acompañaba en esa
espera que no parecía tener fin, nadie en esta ciudad vacía, nadie en las
calles enmudecidas, nadie excepto el cierzo y algún pájaro perdido que se había
alejado demasiado del campo. Cuando, a la tercera hora, comencé a impacientarme
inicié la lectura de Rayuela, el
último libro que el misterioso coleccionista de nostalgia había dejado para mí,
en el banco de la plaza. Esta novela era realmente muy curiosa porque parte de
su argumento se desarrollaba en la mítica y desaparecida ciudad de París.
Admito que pasar páginas mientras leía esa historia era algo muy incómodo pero
su estilo narrativo me enganchó de manera tan efectiva que perdía la noción del
tiempo y así, poco antes de llegar a la página número cincuenta y cinco,
apareció ante mí la primera persona que veía en tres horas, un viejo de barba
blanca, vestido con un desfasado gabán, un sombrero y unas gafas de sol también
muy anticuadas. Aquel tipo parecía un museo andante, como un hombre llegado de
otros tiempos. El viejo pasó por mi lado y se sentó justo en el banco más
próximo al mío, donde aparecían abandonados los tesoros del pasado.
En ese instante, sacó de su abrigo un ejemplar muy antiguo de El lazarillo de Tormes, de autor
desconocido según me consta, otra pieza
de museo. Sin embargo, como si fuera algo cotidiano tener entre sus manos una
reliquia de tal valor, comenzó a leerlo ante mi mirada perpleja. Al fin, había
descubierto al dueño de los libros antiguos. Valoré esperar unos instantes para
pensar bien lo que debía decir al dirigirme a él pero la curiosidad venció la
batalla a la planificación, decidí sentarme a su lado y me presenté. Le dije
que yo era el tipo que había cogido todos sus libros y le pregunté cómo podía abandonar así, con tanto descuido, esas
piezas de museo tan codiciadas actualmente. El viejo sonrió, me preguntó si me
habían gustado y antes de dejarme responder, aseguró que de todos los libros
que había dejado guardaba en su domicilio otra copia exacta. Anonadado por tal
confesión, interrumpí bruscamente su conversación para preguntarle si realmente en su propia casa guardaba todas esas joyas. Por supuesto, me respondió y después
agregó que conservaba una envidiable biblioteca heredada de sus antepasados. ¿No
cree usted que estas reliquias estarían mejor en un museo?, espeté y el viejo
contestó que la literatura debía estar en las calles donde, por otro lado,
había nacido. Tras esta afirmación mantuvimos una breve discusión sobre el
progreso, los problemas de espacio que planteaban estos libros antiguos y sobre
la literatura en general. Definitivamente el viejo, muy influido por la
tradición de su familia, reconoció que odiaba profundamente los libros electrónicos
y los calificaba como una falta de respeto al autor y al lector, algo que yo tuve que volver a discutir, esta vez, de manera más
amarga, pues podía asegurar que había leído en soporte electrónico tanto como
él, a la antigua usanza. El viejo parecía cansado de discutir. De un golpe
seco, cerró El Lazarillo de Tormes y
de sus páginas una nube de polvo se extendió entre su rostro y el mío. Después
se quitó sus gafas de sol y quedó pensativo. Transcurridos unos instantes, preguntó si me gustaban las flores que
adornaban los jardines de la plaza. Mi respuesta fue afirmativa, pues siempre me llamaron la atención todos aquellos rosales. Incluso, al llegar a casa, solía cerrar los ojos, recordar lo bien que se respira en este lugar y percibir, todavía, el aroma de las flores. Entonces,
el viejo se puso en pie, dejó El
lazarillo de Tormes en el banco y me dijo que, hacía veinte años,
había quedado completamente ciego. Ya no podía leer pero, cada noche,
en su casa, volvía a tomar entre sus manos los libros que leía de joven y
revivía cada una de sus historias, gracias al aroma y la textura de sus páginas
amarillas, cada una de esas joyas que le habían convertido en una amante de la
literatura y de los libros antiguos. Sólo por el perfume que desprendía cada
una de las páginas, el aroma de las palabras, podía reconocer el libro que
tenía entre sus manos. El viejo dejó su ejemplar en el banco, desapareció y yo
me quedé sin argumentos ya para defender los libros electrónicos. Desde aquel mediodía de sábado
abrileño, mi biblioteca crece día a día. Tanto es así, que he abierto la primera librería de mi ciudad, en cien años y el viejo, entre tanto, sigue dejando sus ejemplares
abandonados en un viejo banco de una plaza olvidada.
El inconfundible olor de las páginas recién abiertas -como pétalos- de un libro nuevo, es un aroma que me lleva siempre a esos septiembres infantiles con el comienzo del nuevo curso.
ResponderEliminarSoy defensora del libro tradicional de papel, aunque no por ello detractora del digital, pero creo que frente al inmenso placer de ir navegando por esas páginas de papel y sus recovecos, o frente a la emoción de encontrarme frente a una biblioteca de libros pacientes, no puede compararse la frialdad de lo digital.
Es como disfrutar de las flores: o de su aroma natural y caduco, o de flores artificiales, imperecederas pero yermas desde siempre y para siempre.
Un relato precioso, Marcos, y una lanza románticamente echada por esos libros de papel.
Un abrazo.
Hola Marisa. Simplmente, es una pequeña historia impregnada de cierto romanticismo. Yo no estoy en contra, ni mucho menos, de los libros digitales. Además, creo que ofrecen nuevas posiblidades y ventajas que el libro tradicional no podía ofrecer. Pero el libro antiguo también posee el encanto que nunca podrá obtener el digital. Gracia spor pasar y leer. Besos.
ResponderEliminarRomántico y sobrecogedor relato, Marcos. Me estremece pensar que esta historia pueda ser real en unos años. Siempre defenderé el placer de leer, oler y acaricar las páginas de un libro frente a la frialdad de una pantalla.
ResponderEliminarEspero no llegar a conocer un mundo sin libros con hojas de papel. Con tapas duras..Con alguna flor guardada..
Muy buen relato. Un beso.
Qué relato más bonito y qué título más acertado. "Simplemente, es una pequeña historia impregnada de cierto romanticismo"... Una gran historia, Marcos, y maravillosa además. Yo tampoco estoy en contra de los libros digitales en cuanto a su indiscutible acceso a la lectura. Pero no cambio por nada el placer, la magia, el encanto y todo lo que conlleva un libro en papel. Elegirlo, más o menos antiguo, disfrutar de lo que nos cuenta pasando página por página y cerrar sus tapas al finalizarlo con la satisfacción de haber empleado bien tu tiempo.
ResponderEliminarComo Myra, espero no llegar a conocer ese mundo sin libros en papel. Pocas veces disfruto yo tanto como cuando me regalo un paseo por la Feria del Libro o entro en la librería de turno. Se me van las horas... Besos, Marcos.
Ha realizado usted el mejor homenaje que se puede hacer al libro, al libro de verdad, no a esa versión electrónica tan fría y tan poco palpable a los sentidos.
ResponderEliminarPreciosa historia, Marcos: Una de las cosas que más me gustan, es pasear por la ciudad, descubrir un rincón tranquilo de un parque o plaza, sentarme en uno de los bancos y leer un libro; da pena pensar que en un futuro, algo así sea raro, porque ya nadie lo practique. Esperemos que siempre quede alguien capaz de recuperarlo como el personaje de tu historia.
ResponderEliminarUn beso
Eso lo he estado haciendo yo el año pasado,dejar libros en el autobús, el metro, por la calle... También TAF ha liberado, creo que llevamos 400 ya; es estupendo que rulen y otros puedan disfrutarlos.
ResponderEliminarMuy bonito relato, y gratificante para los que somos amantes de la lectura.
Besos
Pilar
Demasiado sobrecogedor, diría yo, ese futuro sin París y sin libros. Afortunadamente, no creo que se cumpla nunca, Myra. Besicos, gracias por pasar.
ResponderEliminarSu ventaja es puramente logística, Clementine. Además, como ahora se pueden incluir sonidos y algunas otras cosillas que ya hacemos, sin darnos cuenta, en los blogs, creo que la oferta del libro digital puede ser muy amplia. Pero, el libro de toda la vida, siempre tendrá su lñugar privilegiado en nuestros hogares. Eso espero. Besicos y mil gracias.
Gracias señor Cahiers. Veo que usted es de los míos, con esa definición del libro electrónico. Un abrazo.
Hola Selegna, yo espero que esa estupena costumbre tuya nunca desaparezca. Siempre habrá alguien como este personaje, me temo. Un beso, gracias por pasar.
Realmente, Pilar, algo de base real tiene este relato. Yo también he dejado y he encontrado "regalos anónimos" en los bancos de un parque. Una buena idea esta de intercambiar literatura. Besos. Gracias por pasar.
¡Qué maravilla de entrada,Marcos! Menos terrible este futuro que el que había anunciado Ray Bradbury, pero muy, muy inquietante también...
ResponderEliminar¡Un abrazo, amigo!
Un interesante cuento de ficción ¿o no? en el que se rinde un bonito y nostálgico homenaje a los libros. A mi me lleva a Truffaut y su Fahrenheit 451. Y a muchas cosas más.¡Bendito regreso!
ResponderEliminarUn abrazo
Javier
Bonita historia y que pronto será pasado. Los libros electrónicos se impondrán aunque yo esté, y estaré, como el viejo en su contra. Aún no he leído así ninguno, pero quizá tendré que publicar en ese formato. La vida no da pasos atrás.
ResponderEliminarUn abrazo
Menos, menos terrible. Valga también para recrodar a Bradbury, Tirador. Muchas gracias por pasar. Un abrazo.
ResponderEliminarEsperemos que sea de ficción, amigo JaGracias por pasarte a leer y comentar. Un abrazo.
YO tampoco he leído ninguna así, todavía, Juan pero... al tiempo. Ya veremos en qué acaba todo esto. Un abrazo.
Me has pillado..., el "aroma de las palabras" me tiene cautivada desde hace muchos años y comprendo las palabras del protagonista del relato.
ResponderEliminarEs más, me gusta sentirme arropada por los libros, adoro su compañía y su calor.
Un relato estupendo Marcos.
Besos!!
Me ha encantado, Marcos. Una romántica mirada a los libros de toda la vida (especie en extinción).
ResponderEliminartremendo Marcos...para mí está impecablemente escrito, además cabalga desde la fantasía a notas de la más pura realidad...me ha encantado. Escribir un texto así te deja bien...estoy seguro que a tí tb te habrá encantado. Felicitaciones. Sigue así...es necesario gentes que aporten en esta red historias como estas...
ResponderEliminartu vecino del 4º
Muy bueno. Y, claro, ¿qué será del bookcrossing, sepultado por el libro electrónico? A ver quien es el guapo que deja su eBook en un banco del parque...
ResponderEliminarSaludos.
Un relato de los que te tocan muy adentro, Marcos, sobre todo a quienes amamos los libros, el olor a recién impreso que tienen cuando son jóvenes y ese venerable olor a papel marchito que tienen cuando han envejecido a nuestro lado, el que seguramente tendrán esos libros con los cuales ese maravilloso personaje tuyo inicia una vuelta a la vida de tan mágico objeto (y de la mano, entre otros, de Cortázar: qué mejor). Un abrazo entre página y página.
ResponderEliminarHola Laura. Creo que esa calidez que comentas nunca estará en el soporte electrónico pero siempre, el secreto serán las palabras. Besos.
ResponderEliminarGracias amigo Roberto. Espero que no sean una especie en extinción. Un abrazo.
Hola vecino, bienvenido por estos lares y mil gracias por tus palabras. Tenía ganas de escribir un relato, ambientado en el futuro, que tratara este tema.
Muy buena tu cuestión Licantropunk. Además el bookcrossing fue el causante de este relato. Un abrazo.
Es una sensación reconfortante volver a leer un libro que ya has leído hace tiempo y envejecer sus páginas con cada nueva lectura, amigo Juan. No podemos renunciar a los nuevos tiempos pero si que es conveniente mantener vivos los buenos hábitos. Gracias por tus palabras. Un abrazo.